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La histórica guerra de las ideas entre los economistas



Si el teórico militar Carl von Clausewitz hubiera visto discutir a dos economistas, quizá hubiera pensado que es la economía y no la política lo que es la guerra por otros medios. Que la disciplina es a las ciencias sociales lo que el boxeo al deporte.


El cliché dice que aquí no chocan cuerpos musculosos como en los deportes de contacto, pero la vehemencia con la que se debate sobre sus distintos postulados puede ser tan contundente como un gancho de izquierdas, que dirían unos.


O de derechas, harían notar los otros.


Preguntado por ello el premio Nobel Milton Friedman en una tertulia televisiva en 1978, aseguró que no era cierta tal discrepancia entre economistas, que como académicos estaban de acuerdo en lo fundamental y las diferencias, en realidad, estaban muy restringidas.


"No estoy de acuerdo", dijo otro economista sentado a su lado. Y se enzarzaron, sin remedio, en una larga discusión.


No parece un lugar para empates esta arena y quizá el apasionamiento académico provenga de sus repercusiones sobre el mundo real: la influencia que ejercen las ideas económicas dominantes sobre los gobiernos y sus políticas.


Las ideas de los economistas "tanto si son acertadas como si son erróneas, son más poderosas de lo que [el hombre común] puede imaginarse. De hecho, poco más gobierna el mundo", dijo precisamente John Maynard Keynes, uno de sus pensadores más influyentes.


Pero antes de gobernarlo, tienen que disputárselo. Librar un combate entre ellas para convertirse en la narrativa dominante, aquello que en algún momento se considerará "el sentido común".


Paradójicamente, el consenso económico no se alcanza por consenso, sino por asalto. Y esa es siempre una victoria que parece llevar dentro la semilla de su propia decadencia.


O así, al menos, lo muestra una reciente investigación de Reda Cherif, Marc Engher y Fuad Hasanov para el Fondo Monetario Internacional (FMI), en la que han analizado las ideas que han predominado en cada momento en las recomendaciones de los académicos a gobiernos de todo el mundo en casi 5.000 investigaciones que viajan desde 1975 hasta la actualidad.


Como si fueran arqueólogos, los investigadores fueron desenterrando y removiendo el polvo de esos viejos documentos para clasificar qué ideas se imponían en cada década y cómo cambiaban las recomendaciones de los expertos.


Fueron testigos de cómo cada idea dominante generaba desequilibrios que daban paso a otras ideas que los corrigieran.


Lo que sigue es la historia del auge y caída de las narrativas económicas de nuestro tiempo, una contienda interminable en la que una nueva corriente se postula en la carrera para modelar el mundo de la pospandemia, advierten los expertos.


Son los defensores de la política industrial.



¿Y en qué consistían estas recetas?


Como si de mandamientos bíblicos se tratasen, un profesor las resume en 10 puntos:


  • disciplina fiscal y reordenación del gasto público

  • reforma tributaria para bajar los impuestos a la renta (aunque se subieron los indirectos)

  • liberalización de las tasas de interés y búsqueda de tasas de cambio competitivas

  • liberalización comercial y de la inversión extranjera

  • privatización, desregulación y propiedad privada por encima de todo


Es decir, agua dulce. Y metida a presión.


Pero, ¿tuvieron éxito?


"Con la perspectiva que da el tiempo, se puede decir que tuvieron éxito en algunos ámbitos del ámbito macroeconómico. Se logró controlar la inflación y reducir el déficit público, eso es cierto, pero generaron un conjunto de efectos negativos en lo social: el crecimiento de la pobreza y la desigualdad. Y con ellos, la llegada de un gran malestar social", explica Castañeda.


"La región comenzó a preguntarse: ¿todo esto para qué? Si somos más pobres", zanja. Y aqui comienza el problema.


El edificio intelectual neoliberal se derrumba


En pleno auge de la globalización y el mundo de las finanzas, el largo reinado de los "dulces" iba camino de las tres décadas. Y creían tenerlo todo razonablemente controlado.


"El problema central de la prevención de la depresión [económica] está resuelto", afirmaba satisfecho Robert Lucas, premio nobel de la Universidad de Chicago, en su discurso inaugural como presidente de la American Economic Association en 2003.


No quedaba más que dispersarse, pues no había nada más que ver allí. Fin de la historia.

Pero solo cinco años más tarde, la caída del gigante financiero Lehman Brothers pondría en cuestión esa afirmación desatando una reacción en cadena que acabó en el mayor derrumbe económico en el mundo desde la Segunda Guerra Mundial.


La fe en la ortodoxia liberal comenzó a desmoronarse. Alan Greenspan, uno de sus gurús (se le apodaba entonces "El maestro") y presidente de la Reserva Federal durante casi dos décadas, aseguraba sentirse "conmocionado" porque todo su "edificio intelectual se había hundido".


Esta crisis afectó especialmente a Europa, empecinada la UE en aplicar inflexiblemente la receta de la austeridad y las reformas estructurales a cambio de rescates que generaron un gran sufrimiento y contestación social en los países del sur del bloque.


Y algunas publicaciones del FMI cuestionaron la sumisión a las recetas del "neoliberalismo": "En lugar de generar crecimiento, algunas políticas neoliberales han aumentado la desigualdad, poniendo en peligro" el desarrollo económico, decía un informe en 2016.


La crisis de 2008 y los años posteriores a esta provocan "una ruptura estructural" de este consenso dominante entre los analistas, explica Cherif en su trabajo para el FMI. Estos cambios afectan como operan las instituciones economicas y financieras para siempre.


Se produce entonces, a partir de 2010, una proliferación de "múltiples narrativas" que define como "constelación de conceptos" donde ya no predomina un mensaje único.


Nos hallábamos, pues, ante un vacío de poder intelectual. Y mientras sucedía aquello de que lo viejo no acababa de morir y lo nuevo no terminaba de nacer, apareció en escena el economista francés Thomas Piketty.


Antes que él, economistas de prestigio como Joseph Stiglitz o Paul Krugman, entre otros, habían tratado de mantener a flote la narrativa keynesiana, pero la publicación de su libro "El capital en el siglo XXI" impactó por igual a una gran cantidad de académicos y al público.


Como si de una novela de aventuras se tratase y no de un sesudo tratado económico de 700 páginas, vendió más de 2,5 millones de ejemplares y puso en el centro de la diana el tema de la desigualdad y la intervención del Estado.


"Piketty ha transformado nuestro discurso económico. Nunca hablaremos de la riqueza y la desigualdad de la misma manera que antes", dijo Krugman.


En el centro del ring había un dato que abonaba su discurso: entre 1980 y 2015, el 1% más rico del mundo recibió una proporción dos veces mayor del crecimiento económico que el 50% de la población con menores ingresos, según el Informe de desigualdad global del World Inequality Lab.


Y ya no había crecimiento, sino las secuelas de una larga crisis, y obviamente eran las diferencias de quien controlaba la riqueza que eran importantes.


¿Vuelve la política industrial?


Cuando los investigadores del FMI revisaron los documentos académicos más recientes, encontraron algo inesperado.


Era una presencia nueva; antigua, en realidad. Una idea que se tenía por extinguida desde miles de páginas atrás. Como si en una excavación comenzara a respirar un dinosaurio.


Aquí y allá comenzaban a repetirse dos palabras juntas: política industrial.


"Es aún incipiente", afirman, "pero el debate en torno a la política industrial ha vuelto a resurgir" en la academia economica.


Una auténtica rareza: "La política industrial gozaba de mala reputación entre los responsables políticos y los académicos, y a menudo se considera el camino de la perdición para las economías en desarrollo", cuentan Cherif y Hasanov en sus análisis para el FMI que, sin embargo, la consideran una propuesta que puede ser valiosa en estos momentos.


Una buena muestra de esa fama es esta sentencia: "La mejor política industrial es la que no existe", dijo en los 90 Carlos Solchaga, un ministro de Industria español que pertenecía a la familia socialdemócrata.


Cuando tu adversario ideológico hace suyas tus ideas, puede ser una señal de que se están convirtiendo en el nuevo consenso.


Pero, como alertan los investigadores, algo está cambiando y dicha frase ya ha encontrado su camino de vuelta en labios de Emmanuel Macron, cuyo partido se inscribe entre los liberales europeos, en teoría poco proclives a inmiscuirse con el intervencionismo estatal.


"Hay bienes y servicios que deben estar más allá de las leyes del mercado (…). Debemos retomar el control, construir una Francia y una Europa soberanas", proclamó en un discurso el presidente francés tras estallar la crisis del coronavirus.


"Francia debe recuperar la independencia tecnológica, industrial y sanitaria", exhortó tras anunciar un plan de estímulo de 100.000 millones de euros, de los cuales dedicaría 15.000 millones para "la innovación y la relocalización industrial".


¿Cómo sería esta vuelta de la política industrial?


"Hay que entenderla de forma amplia", explica Cobby.


"No tiene porque ser solo al modo chino, tampoco se trata de nacionalizar por decreto ni centralizar la inversión o mantener sectores ineficientes, sino de pensar dónde puede ser más útil esa intervención estatal".


Y pone el ejemplo de la llegada del hombre a la Luna, donde el Estado puso a trabajar a multitud de sectores públicos y privados, que "implicaban elementos de computación, defensa, universidades, centros de investigación y otros que fueron alineados para conseguir un objetivo".


"A día de hoy los Estados pueden actuar de coordinadores para otros objetivos distintos, como la transición climática o el desarrollo tecnológico", precisa.


Y para ello las estrategias que menciona son variadas: se pueden crear empresas públicas, brindar apoyo al sector privado con recursos que no pueda obtener o incluso fomentar valores de sostenibilidad pidiéndolos como requisitos para poder contratar con la administración pública, entre otros.


Las opciones parecen diversas pero, sea como sea, antes de que estas u otras ideas se pongan en marcha en el mundo que deje la pandemia, habrá de librarse una batalla dialéctica previa.


Una en la que los economistas, una vez más, desenfundaran sus ecuaciones.


Con información de BBC/The economist/ FT/Bloomberg


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